Jacinta, la culebra traviesa. (Borrador)

Por Daniel Rubio

JACINTA, LA CULEBRA TRAVIESA

     Antonio pasaba los días en el campo, en  concreto en una parcela de oliveras y aquella mañana realizando tareas de poda, recogida de ramas y quema. Era un hombre más bien gordo, pequeño y… bueno, algo feo si que era la verdad. Introvertido como el que más y trabajador como nadie, pero su aprensión por las serpientes lo llevaba de culo. Y nunca mejor dicho…

     En el primer encuentro con nuestra amiga Jacinta, una serpiente de escalera muy común en España, a excepción de en las zonas montañosas del norte, estaba el susodicho Antonio, como ya he dicho al principio, realizando sus tareas del campo. El caso es que a Antonio, entre otras cosas que no vienen a cuento, lo que más le gustaba era defecar en el campo, y cosas de la vida que siempre lo hacía a la misma hora, las diez de la mañana. 

     El hombre, muy feliz, terminaba de recoger un puñado de ramas y las echó a la hoguera. Fue hacia el coche, una Citroën C15, para coger el rollo de papel higiénico que siempre llevaba a la parte de atrás, en la bolsa de canguro que llevan los coches en los asientos delanteros. Mientras bajaba por una prolongada rampa hacia la carrasca de sus sueños, porque era su sitio favorito para cagar, perdón, defecar, una sonrisa maliciosa de vicio se le acentuaba en su rostro de forma maquiavélica. Cuánto voy a disfrutar, pensaba.

     Ya apostillado, con los pantalones por los tobillos, mirando al cielo mientras soplaba de alegría y por el esfuerzo, comenzó a oír un silbido extraño pero muy conocido por él. ¡Una serpiente! El temblor de sus piernas, causado por un extravagante miedo, se podía escuchar como si estuvieran cortando el aire con una vara de bambú. Se giró lentamente, con pasitos cortos y sin levantarse, lo que le hacía parecer una especie de enano borracho. Allí estaba Jacinta, mirándolo fíjamente a los ojos. Con su lengua bífida agitada en silbidos violentos. 

-        ¿Por qué ahora?- preguntó Antonio.

     Pero la serpiente, lógicamente, no le contestó. 

     Antonio avanzaba marcha atrás mientras el zurullo asomaba tímido lo que indicaba el principio de una gran cagada, perdón, defecación. El sudor provocado por el miedo le empapaba las axilas y la frente, pero él no se detenía en su lenta huida marcha atrás. Mientras se apoyaba como podía en el suelo pedregoso encontró un palo de una longitud corta pero buen grosor. Asustado, se colocó en cuclillas con Pepito colgándole por donde no sale el sol, y comenzó a achuchar a Jacinta con el palo. Ésta, al principio se echó hacia atrás, lo que provocó que Antonio se calmara y claro, con tanta relajación después de un buen susto, Pepito cayó solo. ¡Qué gustito! Pensó Antonio antes de comprobar que lo había hecho sobre sus propios calzoncillos. Con toda la mala leche del mundo, buscó con ahínco el rollo de papel que había bajado para la ocasión y que se encontraba detrás de él. Se puso en pie, olvidándose de la serpiente, y se giró para hacerse con el rollo y retirar la asquerosidad que le había caído encima. Justo al agacharse, la serpiente salió de su escondite provisional abalanzándose sobre el grueso culo de Antonio y le propinó un bocado de un buen par de… le dio un bocado.

-        ¡Me cago en…!

     Antonio se irguió dolorido, más por la sorpresa del ataque que por el dolor del mordisco. Se giró bruscamente para intentar quitársela, pero Jacinta no se soltaba. Intentó, haciendo de tripas corazón, agarrarla con las manos y soltársela como bien pudiese, pero Jacinta era mucho más hábil que él y siempre se le escurría. El pobre agricultor, ya abatido, salió corriendo hacia la furgoneta con los pantalones por los tobillos, Pepito en  los calzoncillos, despidiendo su aroma y engorronándolo todo, y la culebra agarrada a su trasero. El pingüino, quiero decir el agricultor, subió por la rampa que antes había tenido que bajar, pero lo hizo por una zona de cardos. La serpiente, muy inteligente, se soltó antes de llegar ahí, pero Antonio no se dio cuenta y siguió en es camino, en vez de ir por la zona limpia, así que imagínate como acabaron sus herramientas de colgar. Y no, no me refiero a las tijeras, la hachuela…

     Antonio llegó malhumorado a su casa. Su mujer, al verlo, le preguntó si le había ocurrido algo. Antonio no contestó y se fue directamente a la ducha. 

-        ¡Qué olor más mala!- gritó la mujer para que él lo oyera. 

     Sólo faltaba el cachondeo, pensó Antonio.

     Aquella noche no pudo dormir. Lo intentó de mil formas, maneras y colores, pero nada, el sueño no lo visitaba y cada vez que intentaba contar ovejitas, la puñetera Jacinta se le colaba en sus pensamientos y las devoraba a todas. 

-        Mañana vas a ver tú.- Pensó en voz alta.

     Con unas ojeras que le llegaban a los pies, muerto de sueño y cansancio, se levantó a la mañana siguiente. La mujer lo miraba estupefacta, pues nunca había visto así a su marido. No dio los buenos días. No saludó a nadie. Subió a la cámara y cogió del armero la escopeta que tenía para los días de caza. 

     Aparcó donde siempre, a la sombra de un almendro y cogió la escopeta, la cargó y bajó por la rampa hacia la carrasca.  Y miró por todas partes, pero la serpiente no estaba. Decidió sentarse en una piedra con la escopeta lista para disparar esperando la aparición de Jacinta. “Ya verás, ya”. Pensaba él. 

     Jacinta estaba justo detrás, mirándolo desde la madriguera que algún conejo había abandonado y  había tomado, ella, como hogar. No emitió sonido alguno. Tan solo se limitó a deslizarse suavemente sobre sus escamas, acercándose a Antonio. Y cuando lo alcanzó, se irguió sobre su cola y comenzó a propinarle latigazos, de tal envergadura, que el sonido que producían al chocar con el cuerpo del agricultor se asemejaba al disparo de una mágnum del 35 como poco. Antonio se levantó de la piedra con el miedo metido en las venas. Intentó girarse y disparar a Jacinta con tan mala suerte que éste tropezó con sus propios pies y cayó al suelo. 

     La serpiente huyó a un montón de piedras que había en una horma cercana y se coló entre ellas. Antonio se levantó, algo amoratado, y fue hacia la horma con la intención de retirar todas las piedras.  Y en ello estaba cuando pasaba por allí el Seprona, ese cuerpo de la guardia civil que se dedica a vigilar nuestros montes.

-        Buenos días- dijo uno de los guardias.

-        Buenos días- contestó Antonio.

-        ¿Se puede saber qué hace?

     Antonio miró donde tenía el arma e intentó ocultarla aplicándole un pequeño puntapié, pero como la suerte no estaba de su lado últimamente, el arma se disparó. El guardia que estaba más cerca se abalanzó sobre él. El otro fue corriendo a por el arma. Y la serpiente, Jacinta, miraba por entre los huecos la escena mientras parecía reír agitando su lengua bífida. 

      Pasó toda la mañana en el retén intentando explicar lo que le estaba ocurriendo con la serpiente. Por supuesto, nadie le creyó y le decomisaron el arma y le retiraron la licencia de caza, todo ello tras extenderle una suculenta receta que ni tomando siete valium producían el mismo efecto. 

     La mujer de Antonio, una vez más, lo vio llegar a casa malhumorado. Se sentó a la mesa e intentó comer algo, pero el estómago lo tenía cerrado y encima no había ido a defecar en toda la mañana, lo que le daba una sensación de pesadez e hinchazón excesivas. “Toda la vida he sido tan puntual…” 

     Pasó un año entero en el que intentó por todos los medios librarse de Jacinta. Pero cada vez que lo intentaba, siempre le ocurría algo. Una vez, mientras preparaba una trampa le atacaron, al menos, una docena de perros que confundieron a éste con un animal. Aquél día tuvo suerte, pues los animales, bastante más listos que cualquier ser humano, no tardaron en darse cuenta de que era un hombre, muy feo y gordo, pero no dejaba de ser un hombre. Y se fueron a seguir con su cacería siguiendo los pasos de su dueño que se hizo el sueco ante el ataque de sus canes.  Otra vez siguió a Jacinta por un perdido hasta que esta se escondió detrás de unas colmenas que un apicultor tenía allí colocadas. Antonio iba tan cegado con matar a la culebra, que chocó con uno de los cajones y, las abejas, que pensaban que era el ataque descabellado de un saqueador,  lo cosieron a picotazos. Otra vez más perdió un día valioso en urgencias. 

      Después de ese espantoso año, Antonio, se dijo que no iba a perseguir a ese sibilino reptil. Pero día tras días, cada vez que acudía a sus oliveras, ella lo miraba desde lo lejos y lo retaba, y claro, él, no se podía contener y siempre acababa detrás de ella.
***
     De nuevo llegó la época de poda del olivo y Antonio se disponía felizmente a realizarla, tijeras en mano y hachuela en cinto, cuando cayó en la cuenta de que Jacinta, no había ido a verlo. Sintió algo extraño, como si le faltase algo. Dejó las tijeras colgadas en una rama y fue en su busca. Nada. Jacinta se había marchado. 

     Al día siguiente, fue otra vez a esa parcela, más que mas porque tenía que acabar de podar, recoger y quemar todas las ramas. Pero, mientras realizaba sus tareas, de vez en cuando se giraba hacia la carrasca buscando a Jacinta. “No está”, pensó. Y otra vez, dejó las tijeras en la rama de una olivera y fue en su busca. 

     Buscándola estaba cuando le dio un repentino apretón. Puntual como desde hace mucho tiempo, a excepción del último año, a las diez de la mañana. Así que, felizmente, se acercó a su Citroën C15, atrapó su rollo de papel higiénico y bajó la prolongada rampa hasta llegar a la carrasca. Se colocó en cuclillas con los pantalones por los tobillos y, en el momento cumbre del sumun del placer cagadil, vio asomar la cabeza de Jacinta.  “Qué extraño, no se mueve”, pensaba. Cogió el palo que abandonó allí hace un año y la tocó con suavidad. Nada, que no se movía. 

     Terminó de hacer sus cosas y tras limpiarse a conciencia, se puso en pie y miró a Jacinta. Ésta no se movía, pero al fondo de la carrasca, en la umbría, algo se agitaba… ¡más de una docena de culebras!
     
    

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